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Una casa en una comunidad rural wayúu en La Guajira, Colombia, junio de 2016.  © 2016 Human Rights Watch

(Buenos Aires, Argentina) El presidente Santos podría alcanzar uno de sus proyectos políticos más ambiciosos si logra que Colombia ingrese a la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). De hecho, la OCDE es una prestigiosa organización integrada, en su mayoría, por países con altos ingresos, cuyo propósito es promover políticas públicas para mejorar el bienestar económico y social en todo el mundo.

Hace dos décadas, muchos creían que Colombia estaba cerca de convertirse en un Estado fallido. El progreso desde entonces, incluyendo el fin del largo conflicto armado con las Farc, ha sido verdaderamente notable. Sin embargo, en muchas zonas rurales del país las comunidades más pobres aún se sienten abandonadas. Quizás el contraste más evidente es la larga e injustificada crisis de hambre que asedia a los indígenas wayuu en La Guajira.

Jorge, un profesor de 32 años, me contó detalles de la crisis humanitaria la primera vez que visité el departamento en agosto de 2016. Él enseñaba en una “escuela” hecha de cuatro palos de madera, un pizarrón viejo y cajones de cerveza que hacían las veces de pupitres para los alumnos. Los niños estaban llegando tarde a la escuela porque el pozo de agua en su comunidad se había secado y tenían que caminar más lejos para buscar agua para sus familias. Muchos lloraban, me dijo, porque no tenían suficiente comida. “Comemos cuando encontramos comida, en todas las casas de mi comunidad pasa lo mismo”, me dijo Jorge.

Encontré situaciones similares en muchas comunidades de La Guajira. Las cifras oficiales indican que casi 200 niños indígenas menores de cinco años han fallecido por desnutrición desde 2013.

En agosto de 2016, la Corte Constitucional le ordenó al Gobierno que tomara medidas inmediatas y de largo plazo para paliar la crisis. El tribunal concluyó que las políticas de las autoridades para proteger a los niños en La Guajira no estaban mostrando resultados. Y en febrero, el Gobierno Nacional anunció una intervención en los servicios de agua y salud en el departamento.

Sin embargo, cuando visité el departamento de nuevo en junio, las medidas tomadas por las autoridades para solucionar la crisis aún eran claramente insuficientes. Muchos doctores carecían de medicinas, la comida en los programas estatales con frecuencia se agotaba y varios pozos de agua no funcionaban o sólo daban agua salada. “Ni los animales toman esa agua”, me dijo un mujer.

Para colmo, los políticos de La Guajira y las empresas locales parecen haberse robado millones de dólares destinados a mejorar la calidad de vida de los wayuu y garantizarles un acceso a servicios básicos. En una comunidad tras otra encontré pozos de agua o clínicas que podrían haber ayudado a abordar la crisis, pero no funcionaban. Los miembros de las comunidades culpaban a la corrupción. “Es como si hubieran puesto una telaraña; nosotros estamos abajo y las cosas no llegan”, me dijo una profesora.

Varios fiscales hacen sus mayores esfuerzos para investigar la corrupción, incluso a riesgo de recibir amenazas de muerte. Pero la cantidad de casos que tienen a cargo los condenan al fracaso. Un fiscal que entrevisté, por ejemplo, tenía a su cargo más de 500 investigaciones de corrupción. En estas condiciones, a nadie le debe sorprender que apenas hayan logrado un puñado de sentencias.

El proceso de incorporación a la OCDE es una oportunidad para exigirle al Gobierno que haga más por los wayuu. El Comité de Empleo, Trabajo y Asuntos Sociales de la OCDE, uno de los tres comités que aún deben evaluar la petición de Colombia, deberá analizar, entre otras materias, si el país está implementando “medidas diseñadas para ayudar a las personas que no tienen trabajo y a otros grupos vulnerables a combatir la pobreza”. Si examina la crisis y les exige a las autoridades colombianas un compromiso serio, que pueda ser verificado y contenga políticas claras y concretas para mejorar la situación en La Guajira, la OCDE podría contribuir a salvar vidas de esta población extremadamente vulnerable.

Las autoridades han recibido sobradas alertas sobre esta crisis humanitaria, incluyendo por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y la propia Corte Constitucional. Pero eso no parece ser suficiente. Desde que, en diciembre de 2015, la CIDH le pidió al Gobierno que adoptara medidas para solucionar esta situación de emergencia, en promedio ha muerto por desnutrición un niño indígena cada semana en La Guajira. Quizá las ambiciones del presidente Santos permitan que la OCDE sí pueda hacer la diferencia.

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