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La otra pandemia: combatir la desigualdad mientras luchamos por vencer el Covid

© 2020 Brian Stauffer para Human Rights Watch

Por Lena Simet, Komala Ramachandra y Sarah Saadoun

En los albores de 2020 nuestro mundo ya estaba en crisis. La alta y creciente desigualdad económica significaba que una persona nacida con pocos recursos podía experimentar cómo sus derechos humanos fundamentales, como la alimentación y la vivienda digna, eran violados. Al igual que Sonía Pérez, vendedora de tamales y arroz con leche en las calles de la ciudad de Nueva York, millones de personas pasaban apuros por mantener un techo sobre sus cabezas y alimentar a sus familias.

La pandemia de Covid-19 no hizo más que empeorar las cosas.

Pérez, una madre soltera que mantiene a sus cuatro hijos con su negocio no tuvo más remedio que dejar de trabajar una vez que la pandemia se intensificó. No solo dejó de haber clientes, sino que temía que su diabetes la pusiera en mayor riesgo de sufrir un caso grave de Covid-19. Como muchas otras personas con bajos ingresos y pocos ahorros, corría un mayor peligro de infectarse y morir a causa del virus. Los menos acaudalados vieron desaparecer sus trabajos a un ritmo mayor; más aún en el caso de las mujeres. Como resultado, muchas personas enfrentan hambre o falta de vivienda.

Muchos gobiernos hicieron muy poco para ayudar. Y aunque más del 9 por ciento de la población mundial podría experimentar la pobreza extrema manifestada en una severa privación de sus necesidades básicas, la riqueza combinada de los multimillonarios globales alcanzó récords aumento de US$1.5 billones en el último año: una cantidad que podría sacar a todas las personas de la extrema pobreza —680 millones de personas— por encima de US$5.50 al día durante un año.

La brecha económica de género también se ha ampliado, ya que las mujeres han perdido sus trabajos de manera desproporcionada y tienen una menor cobertura de protección social. Con el cierre de las escuelas y el paso hacia la educación digital, muchas han tenido que hacer malabarismos para combinar el trabajo con el cuidado de los niños, o elegir entre una cosa y otra, sin políticas gubernamentales y laborales de apoyo para mitigar el impacto.

La recesión económica provocada por la pandemia de Covid-19 es global. Pero la gravedad de las penurias varía en gran medida según el lugar donde viva una persona. Los gobiernos de Países Bajos o Alemania destinaron los paquetes de ayuda a las personas de bajos ingresos, cubriendo hasta el 90 por ciento de los salarios perdidos si las empresas no despedían a sus empleados. Indonesia proporcionó tratamiento médico gratuito a todos, independientemente de si estaban registrados en el plan nacional de seguro médico.

Sin embargo, en otros países, las personas que necesitaban apoyo desesperadamente quedaron abandonadas a su suerte.

En Estados Unidos, gran parte de la ayuda fue temporal. En los primeros meses de la crisis, la pobreza disminuyó debido a la ampliación de la red de seguridad social. Pero la mayoría de estos paquetes de alivio expiraron en julio. En octubre, más de 8 millones de personas cayeron en la pobreza –calculada por la medida complementaria de pobreza que compara los ingresos con el costo de vida— y uno de cada dos hogares tuvo problemas para cubrir los gastos diarios, como la alimentación o el alquiler. Millones de personas reportaron que no tuvieron acceso a atención médica porque se habían quedado sin seguro. Y desde el principio, la asistencia excluyó a los trabajadores informales o indocumentados, como Sonía Pérez.

La disparidad refleja no solo las diferencias entre los sistemas de seguridad social del mundo y las decisiones de los gobiernos sobre si proteger o no los derechos económicos fundamentales, sino también las decisiones de los países sobre el uso de los fondos de ayuda de Covid-19.

Nigeria, la mayor economía de África, recibió el mayor paquete de financiamiento de emergencia Covid-19 (US$3.400 millones) del Fondo Monetario Internacional (FMI) para proteger empleos y empresas, además de millones en otras formas de ayuda directa. Pero no está claro cómo se utilizaron estos fondos, y Human Rights Watch descubrió que la gran mayoría de los pobres de las zonas urbanas de Lagos no recibieron ningún tipo de ayuda financiera ni en especie.

La recesión mundial tendrá secuelas profundas y duraderas. A medida que los gobiernos continúan tratando de salvar sus economías, deberían asegurarse de que la ayuda llegue a los millones de personas que luchan por llegar a fin de mes, para que todos tengan comida, vivienda y otros artículos básicos, y que no sea capturada por una minoría acaudalada.

Los países deberán tomar medidas audaces para poner en marcha una recuperación económica más justa y basada en los derechos que combata, y no agrave, la desigualdad. Será fundamental garantizar un papel en la toma de decisiones para los más afectados por la crisis económica y aquellos que se espera se beneficien de la asistencia de emergencia.

Una recuperación basada en los derechos significa que los gobiernos han de brindar acceso a atención médica asequible para todos, proteger los derechos laborales, garantizar que no se pierdan los logros en materia de igualdad de género y asegurar el acceso de todos a viviendas dignas y asequibles y servicios básicos, como el agua y el saneamiento.

También significa invertir en servicios públicos y sistemas de protección social, e introducir o fortalecer políticas fiscales y tributarias progresivas para financiar programas, de modo que todas las personas puedan cumplir con su derecho a un nivel de vida digno.

Y lo que es más importante aún, significa invertir en comunidades desatendidas y evitar una austeridad fiscal perjudicial, como recortar los programas de protección social. Como ponen dolorosamente en evidencia las experiencias de España y Argentina, medidas de austeridad tan dañinas son perjudiciales para los derechos humanos y exacerban la desigualdad, y acaban arrastrando a las personas a una mayor vulnerabilidad económica.

En los próximos años, se espera que los gobiernos enfrenten déficits presupuestarios y crecientes desafíos para pagar sus deudas. Pero los actores económicos internacionales, como el Banco Mundial y el FMI, deberían ayudar a los países a establecer niveles de protección social adecuados y herramientas progresivas para recaudar ingresos en lugar de aplicar perjudiciales medidas de austeridad. La oposición de Portugal a estas medidas de austeridad en 2015 demuestra que existe otra forma de volver a encarrilar una economía; una que se produce mediante una protección social más fuerte, un salario mínimo más alto y mejores pensiones.

Abordar la desigualdad económica debería ser una prioridad de los esfuerzos de recuperación para evitar que cientos de millones de personas caigan en la pobreza extrema, muchas de las cuales ya enfrentan formas interseccionales de discriminación que limitan su acceso a los derechos económicos. Los gobiernos deberían tratar los derechos económicos como los deberes legales fundamentales que son y asegurarse de garantizarlos para todo el mundo.

Si estos problemas se hubieran abordado antes de la pandemia, el impacto sobre los derechos podrían haber sido menos severos para Sonía Pérez y muchas otras personas como ella. Es hora de que los gobiernos corrijan los errores del pasado y se comprometan a imaginar caminos hacia un mundo más igualitario y respetuoso con los derechos.