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Augusto Pinochet murió sin ser condenado. Pero la justicia se encargó de él en todos los demás sentidos. En realidad, “el precedente Pinochet” ha hecho del mundo un sitio más pequeño para los perpetradores de las peores atrocidades. Durante años, el general ejerció un poder absoluto y todavía proyecta una larga sombra sobre Chile. Pese a los deseos de la mayoría de los ciudadanos, se había protegido de procesamientos por miles de asesinatos y “desapariciones” por una inmunidad parlamentaria y una amnistía que los militares se concedieron a sí mismos.

Todo eso cambió cuando fue arrestado en Londres, el 16 de octubre de 1998, tras un pedido de captura emitido por el juez español Baltasar Garzón. Diecisiete meses de humillante detención, incluyendo dos dictámenes de la Cámara de los Lores estableciendo que Pinochet no podía reclamar inmunidad, reanimaron el debate en Chile acerca del legado del Gobierno militar y reactivaron las esperanzas de justicia para sus víctimas. A medida que los anteriormente tímidos jueces chilenos fueron encontrando grietas en la armadura legal del dictador, la cantidad de procesos criminales en su contra sumó centenares.

Cuando Gran Bretaña envió a Pinochet de regreso a Chile, por razones formales de salud, ya el mito de su inmunidad estaba en ruinas. Durante los últimos años de su vida, a Pinochet lo acosó su pasado. Se le despojó de su inmunidad en seis casos de primera importancia, de escuadrones de la muerte y secuestros hasta el ocultamiento de millones de dólares en el extranjero y, al momento de su muerte, estaba bajo arresto domiciliario. Otros 109 agentes han sido convictos de crímenes contra los DDHH.

En país tras país, en especial en América Latina, el caso Pinochet inspiró a las víctimas de abusos a desafiar los acuerdos de transición de los ’80 y ’90 que permitieron a los autores de atrocidades quedar sin castigo y, con frecuencia, mantenerse en el poder. La Corte Suprema argentina derogó en 2005 las leyes de inmunidad de ex funcionarios y docenas de ellos son ahora investigados y juzgados por crímenes cometidos durante la dictadura de 1976-1983. El arresto de Pinochet también reflejó y fortaleció a un movimiento internacional, impulsado por las matanzas en Bosnia y Ruanda y facilitado por el fin de la guerra fría, que busca eliminar la impunidad.

Tras la creación de tribunales de Naciones Unidas para Yugoslavia y Ruanda, la ONU estableció el Tribunal Internacional Penal para juzgar los crímenes de guerra, el genocidio y crímenes contra la humanidad, cuando los tribunales nacionales no puedan o no quieran hacerlo.

Hasta en África, cuyos pueblos han sido por largo tiempo víctimas de ciclos de atrocidades e impunidad, la justicia internacional está moviéndose. En julio, la reunión cumbre de la Unión Africana, una asamblea que incluyó a déspotas tan notables como Robert Mugabe de Zimbabwe, Omar al-Bashir de Sudán y Muammar Gaddafi de Libia, pidió a Senegal el procesamiento “en nombre de África” de uno de sus antiguos colegas, el ex dictador de Chad Hissène Habré, conocido como el “Pinochet africano”. A comienzos de este año, el liberiano Charles Taylor fue entregado por el Presidente de Nigeria Olusegun Obasanjo a la Corte Especial para Sierra Leona, respaldada por Naciones Unidas, para ser juzgado. El Tribunal Internacional Penal investiga crímenes en Darfur, Uganda y Congo.

Hemos avanzado desde los días cuando los líderes podían actuar como querían, convencidos de que nunca se les pediría cuentas. Pero la última frontera debe aún ser transpuesta. Hasta ahora, los gobernantes occidentales han parecido inmunes a la justicia internacional, haciendo que muchos protesten contra los dobles estándares.

El caso más importante actualmente en curso es una demanda presentada hace un mes en Alemania contra el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld y otros funcionarios políticos de EEUU por supuestos crímenes de guerra en Guantánamo y Abu Ghraib. El papel de Rumsfeld al aprobar el uso de técnicas ilegales de interrogatorio, como la simulación de ahogo por agua y aterrorizar a los detenidos con perros, ya está fuera de duda.

Una versión previa de este caso fue denegada por un fiscal alemán en febrero de 2005, bajo presión estadounidense, con el fundamento de que EEUU estaba investigando adecuadamente los actos en cuestión. Pero, cuando todos los altos funcionarios estadounidenses involucrados en maltratos a los detenidos se libran inmaculados, esa afirmación ya no resiste escrutinio. El manejo de este caso nos dirá si el “precedente Pinochet” se aplica tanto a los líderes de las naciones poderosas como a los de las débiles.

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