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(Nueva York) – El autoritario presidente Islam Karimov, cuya muerte fue anunciada el 2 de septiembre de 2016, en Tashkent, deja un legado de represión política y religiosa, señaló hoy Human Rights Watch. Su muerte representa una oportunidad para que los gobiernos afectados hagan presión por derechos humanos concretos y reformas democráticas, así como la rendición de cuentas por abusos cometidos en el pasado.

Uzbek President Islam Karimov speaks at a news briefing after the Shanghai Cooperation Organisation (SCO) summit in Tashkent June 11, 2010. © REUTERS/Shamil Zhumatov

Durante los más de 26 años que Karimov gobernó en Uzbekistán, las autoridades detuvieron a miles de personas por motivos políticos, torturaron rutinariamente a los detenidos en cárceles y comisarías y obligaron a millones de ciudadanos, niños incluidos, a cosechar algodón en condiciones abusivas. El 13 de mayo de 2005, las fuerzas gubernamentales uzbekas dispararon y mataron a cientos de manifestantes, la mayoría pacíficos, en la ciudad de Andiján. Nadie ha sido llevado ante la justicia por estos crímenes.

“Islam Karimov deja un legado de brutal represión durante un cuarto de siglo”, dijo Steve Swerdlow, investigador sobre Asia Central de Human Rights Watch. “Karimov gobernó mediante el terror para erigir un sistema que fue sinónimo de las peores violaciones de derechos humanos: tortura, desapariciones, trabajo forzado y represión sistemática de la disidencia. En términos de un único incidente en los últimos 27 años, será definido por la masacre de Andiján”.

Islam Karimov nació el 30 de enero de 1938 en Samarcanda, en la República Socialista Soviética de Uzbekistán de la antigua Unión Soviética. Se unió al Partido Comunista en 1964 y fue ascendiendo hasta ministro de Finanzas. En 1989 fue nombrado primer secretario del Partido Comunista de la República Socialista Soviética de Uzbekistán. Después de la independencia de Uzbekistán en 1991, se convirtió en el presidente del país más poblado de Asia Central. Desde el momento en que Karimov asumió las riendas del poder, la represión política definió su gobierno, incluyendo arrestos, tortura y detenciones de presuntos disidentes y oponentes reales, así como una dependencia excesiva de los temidos Servicios de Seguridad Nacionales (más conocidos por su acrónimo en ruso, SNB).
 

El desmantelamiento de la oposición política (1992-1997)
A principios de 1992, Karimov emprendió una campaña para erradicar cualquier tipo de oposición política. La campaña adoptó la forma de arrestos por motivos políticos, palizas y acoso, principalmente de miembros destacados de grupos políticos seculares opuestos al partido de Karimov, como el partido de oposición Birlik (“unidad”), el partido democrático Erk (“libertad” o “voluntad”), el partido del Renacimiento Islámico, Adolat (“justicia”), y la Sociedad de Derechos Humanos de Uzbekistán (HRSU). Algunas figuras de la oposición fueron encarceladas o incluidas en listas negras, otras desaparecieron de manera forzosa, fueron golpeadas o se vieron obligadas a huir del país. Miembros del Parlamento uzbeko que se pronunciaron en contra de la consolidación de poder de Karimov afrontaron persecución y encarcelamiento.

Bajo una extrema presión del gobierno, las estructuras de los partidos de oposición y la actividad política organizada se desintegraron en gran medida. Durante las dos décadas siguientes, Karimov siguió procesando y encarcelando a personas afiliadas a los partidos y movimientos prohibidos.
 

Persecución de los musulmanes “independientes” (a partir de 1997)
A mediados de los años 90, la represión de Karimov se extendió a la supresión de la expresión religiosa independiente. El gobierno justificó el mayor control del Islam independiente como un esfuerzo para prevenir el caos que se estaba apoderando del vecino Tayikistán, sumido en una guerra civil. En 1998, en nombre de la prevención del extremismo, el gobierno uzbeco adoptó una de las leyes sobre religión más restrictivas del mundo, prohibiendo la mayoría de las formas de culto público o independiente, regulando la vestimenta religiosa y poniendo a las mezquitas bajo el control de facto del Estado.

Después de los ataques terroristas de Al Qaeda contra Estados Unidos el 11 de septiembre de 2001, Karimov contextualizó su persecución de los musulmanes religiosos en el país en el marco de la “guerra global contra el terrorismo”. El gobierno pretendía eliminar la percibida amenaza del fundamentalismo y del extremismo islámico encarcelando arbitrariamente a miles de musulmanes y líderes religiosos independientes clave que practicaban su religión al margen del estricto control estatal. Al principio, entre los detenidos figuraban miembros de las congregaciones, incluidos aquellos que habían asistido ocasionalmente a los servicios, los estudiantes de imanes, los empleados de las mezquitas y sus familiares. Pero muy pronto cualquier musulmán que rezara en privado, estudiara el Islam, hiciera proselitismo, rechazara el alcohol, rezara cinco veces al día, respetara festivos religiosos, aprendiera árabe para leer el Corán, o llevara una barba o velo podía ser clasificado como extremista. Para fines de 2003, según Memorial, un grupo de defensa de los derechos humanos con sede en Moscú, Karimov ya había encarcelado a casi 6.000 personas bajo cargos políticos o religiosos, una cifra que continuó creciendo, con cientos de nuevos arrestos cada año. Durante este período, las historias sobre detractores políticos torturados hasta la muerte tras haber sido sumergidos en agua hirviendo acapararon los titulares de los medios de comunicación de todo el mundo, subrayando la crueldad despiadada del gobierno de Karimov.


Andiján y sus consecuencias
El 13 de mayo de 2005, las fuerzas de seguridad del gobierno dispararon y mataron a cientos de manifestantes, la mayoría pacíficos, en Andiján para reprimir las protestas de hasta 10.000 personas en la plaza principal de la ciudad. Las autoridades trataron de justificar la violenta respuesta a las manifestaciones describiendo los incidentes en el contexto del terrorismo y alegando que francotiradores entre los manifestantes habían sido los responsables de las muertes y los heridos. El gobierno propagó la visión de que los organizadores de la protesta eran militantes islámicos que pretendían derrocar el gobierno. Sin embargo, una amplia investigación de Human Rights Watch concluyó que si bien un pequeño número de manifestantes iba armado, ningún tipo de evidencia los relacionaba con otros manifestantes o una agenda islamista.

A man mourning at the funeral for his brother, who was killed during the Andijan events. © 2005 Yola Monakhov
 

La masacre marcó un punto de inflexión en la represión estatal. Como consecuencia, la Unión Europea (UE) y Estados Unidos impusieron sanciones contra Uzbekistán e instaron al gobierno del país a permitir una investigación internacional independiente, exigencias que Karimov rechazó. Después de Andiján, el gobierno desató una represión sin precedentes sobre la sociedad civil, persiguiendo y procesando a cualquier sospechoso de haber presenciado o participado en los eventos. La ola de casos penales contra testigos y víctimas de la represión incluyó a numerosos activistas de derechos humanos y periodistas, muchos de los cuales siguen en la cárcel casi una década después. Al mismo tiempo, Uzbekistán se cerró cada vez más a cualquier tipo de escrutinio por parte de medios de comunicación independientes o grupos internacionales de derechos humanos.

Sin embargo, después de unos años y motivados por un interés en la importancia geoestratégica de Uzbekistán, Estados Unidos y la UE comenzaron a silenciar su crítica sobre el cada vez peor historial de derechos humanos del gobierno uzbeko y en gran medida abandonaron las firmes posiciones que habían adoptado inmediatamente después de la masacre de Andiján. Para 2009, EE.UU. y la UE (especialmente Alemania) habían reestablecido estrechas relaciones con Karimov, utilizando la infraestructura de transporte de Uzbekistán para abastecer a las fuerzas militares internacionales en Afganistán, incluso a través de la denominada Red de Distribución del Norte.

En busca de nuevos enemigos
Durante los años transcurridos desde la masacre de Andiján, las autoridades uzbekas han continuado persiguiendo a grupos de derechos humanos, periodistas, abogados independientes y musulmanes independientes, desmantelando la sociedad civil uzbeka y perpetuando un clima de terror para los escasos activistas que tienen el coraje para seguir trabajando en el país. El gobierno de Karimov mantiene un control total sobre Internet e impide que el Comité Internacional de la Cruz Roja, los medios de comunicación independientes, los expertos en derechos humanos de las Naciones Unidas y otros grupos internacionales de derechos humanos trabajen dentro del país. Hasta su muerte, Karimov dependió cada vez más de una narrativa según la que poderes occidentales y sus agentes internos habían tratado de importar fenómenos sociales, culturales y  religiosos extranjeros con el fin de desestabilizar el país. Continuó buscando a nuevos enemigos entre la población como blanco de su represión, entre ellos abogados independientes, trabajadores migrantes que regresaban a su país de origen y miembros de la comunidad de lesbianas, gais, bisexuales y personas transgénero (LGBT).

“En lugar de utilizar el colapso de la Unión Soviética para construir un Uzbekistán democrático y respetuoso con los derechos humanos, Islam Karimov creó un estado cada vez más autoritario y corrupto”, dijo Swerdlow. “Su muerte significa que innumerables víctimas y el pueblo uzbeko jamás verán a Karimov rendir cuentas ante la justicia por sus crímenes. Mientras sus abusos sigan impunes, su oscuro legado seguirá pesando sobre Uzbekistán durante muchos años”.

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