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Un pueblo
resiliente

El pueblo indígena wayuu de Colombia
enfrenta una crisis de desnutrición
en medio de la pandemia

Por Hilary Rosenthal
Fotos y videos por Helkin René Díaz

En el pueblo indígena wayuu, que habita en el norte de Colombia y Venezuela, tienen un dicho inspirado en los siglos de dificultades que han sobrellevado:

Solo con sol fuerte y lluvias copiosas, el guamacho se fertiliza.

Ese es el espíritu de resiliencia que ha permitido a la comunidad wayuu hacer frente a una crisis de desnutrición devastadora, que se ha agudizado más que nunca ahora que el Covid-19 amenaza sus medios de subsistencia.

El departamento nororiental colombiano de La Guajira, al que sus habitantes describen como una tierra de contrastes, ostenta grandes extensiones de desierto junto a un imponente litoral marítimo de dunas. Se la considera una región abandonada: la falta de alimentos y agua en cantidades suficientes y acceso a servicios de salud, sumada a los altos índices de pobreza agravados por la crisis humanitaria en Venezuela, la corrupción gubernamental generalizada y el cambio climático, han contribuido a que La Guajira registre altos niveles de desnutrición, sobre todo en comunidades indígenas rurales. En este contexto, la pandemia de Covid-19 no solo representa otra amenaza para la salud de una población que ya enfrenta serias dificultades, sino que además tiene efectos económicos que podrían agudizar la pobreza y la inseguridad alimentaria y limitar aún más el acceso al agua, los servicios de salud y la educación.

A mediados de enero, visité La Guajira con un equipo de especialistas de Human Rights Watch y profesionales médicos y de salud pública del Centro de Salud Humanitaria de la Universidad Johns Hopkins para documentar el impacto que está teniendo la desnutrición infantil en las comunidades indígenas wayuu.

Map of La Guajira

En un asentamiento informal de la zona, no muy lejos de la frontera con Venezuela, conocí a una joven mujer, María Clara. Expuestas al viento y envueltas en un olor a plástico quemado, las viviendas del asentamiento Torres de Majayura fueron improvisadas a base de chatarra y maderas que trajo la marea. En una zona donde a menudo se ven flamencos rosas volando, también hay cientos de bolsas plásticas rosadas enganchadas en cercos de alambre de púas. Fue allí, bajo un cobertizo de lona, que María Clara me contó que hacía apenas tres semanas había fallecido su hija Yamilet, que tenía 15 meses de vida.

Javier, el padre de Yamilet, dio vuelta a un balde cuidadosamente para que yo pudiera sentarme mientras él y María Clara me contaban los penosos acontecimientos que precedieron a la muerte de Yamilet. La niña tenía vómitos, diarrea y fiebre recurrentes. Los padres hacían lo posible por juntar dinero para los largos viajes en motocicleta hasta el hospital. María Clara imploró ayuda cuando su hija dejó de respirar.

“Caminaba, pidiendo por ahí para ver si me pueden prestar plata para comprar un cajoncito... para traer[la] y enterrarla, no fue nada fácil”, contó María Clara. Ahora, cuando visitan la tumba de Yamilet, su otro hijo, Jendri, de tres años, aún le sigue ruega que traiga de vuelta a su hermana: “me dijo, ‘saca la niña de ahí, mami’. ¿Y qué puedo decirle? Le digo que ella está en el cielo”. Una única lágrima resbaló por el rostro de María Clara, mientras el viento sacudía con violencia el techo de lona.

María Clara dijo que Yamilet murió por desnutrición, un destino demasiado común en La Guajira, donde la desnutrición se cobra la vida de uno de cada diez niños y niñas menores de cinco años. En este lugar mueren por desnutrición o causas asociadas con la desnutrición más niños y niñas que en cualquier otra parte del país; la tasa de mortalidad es seis veces mayor a la nacional, según datos del Ministerio de Salud de Colombia facilitados a Human Rights Watch. Desde 2016, en promedio, muere un niño menor de cinco años por desnutrición cada semana en La Guajira. En 2019, La Guajira representó más de una quinta parte de las muertes por desnutrición en niños y niñas menores de cinco años en Colombia, pese a solo albergar cerca del 7 % de la población del país. Es probable que el número sea aún mayor, ya que muchas muertes no se registran porque ocurren en viviendas en vez de hospitales. Los niños y las niñas que sobreviven a la desnutrición aguda padecen consecuencias a largo plazo para su salud y su desarrollo.

María Clara y Javier son miembros de la comunidad wayuu, la población indígena más numerosa de Colombia. Aunque los wayuu representan menos de la mitad de la población de La Guajira, la gran mayoría de los casos de desnutrición se registra entre ellos. Ante el fallecimiento por desnutrición de miles de niños y niñas wayuus durante un período de ocho años, en 2015 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos instó al gobierno colombiano a adoptar medidas urgentes para garantizar el derecho del pueblo wayuu a la alimentación, el agua y la salud. La Corte Constitucional de Colombia también ordenó al gobierno abordar la situación a través de sentencias dictadas en 2016 y 2017.

El gobierno colombiano tiene la obligación de garantizar que todas las personas tengan un nivel de vida adecuado, sin discriminación. Eso incluye, como mínimo, el acceso a alimentos suficientes, agua segura y asequible, la disponibilidad de servicios de salud asequibles y otras condiciones básicas para disfrutar con dignidad del derecho a la vida. También tiene la obligación de abordar las condiciones generales de la sociedad—como las que existen en La Guajira— que impiden que las personas gocen de estos derechos. Si bien en los últimos años el gobierno implementó iniciativas para abordar la crisis en La Guajira, en respuesta a las órdenes de la Corte Constitucional y la Comisión Interamericana, nuestra investigación indica que el gobierno ha logrado avances limitados, sino nulos, para garantizar los derechos de los wayuu en La Guajira.

Inseguridad alimentaria y acceso limitado al agua

Aunque María Clara vive ahora en Torres de Majayura, esto no siempre fue así. Nació en Colombia pero empezó a formar su familia en Maracaibo, una ciudad venezolana cercana, hasta que la emergencia humanitaria en Venezuela se hizo sentir. Sin importar cuánto trabajara, María Clara nunca ganaba lo suficiente para subsistir. “A veces regresaba [a casa] y mis hijos lloraban y me preguntaban por qué no hay comida”, me contó. Algunos días no comían.

Sumida en la desesperación, María Clara se llevó a su hijo Jendri y se sumó al éxodo de venezolanos que llegaron a Colombia en 2017. Dejó a sus tres hijos mayores con familiares en Venezuela. En Colombia se encontró con su hermana Daniela y su familia, que vivían en una ranchería —un asentamiento rural wayuu— llamada Kurari, que lleva el nombre de una planta en la lengua nativa de los wayuu, el wayuunaiki. Luego de que Yamilet se enfermara en la ranchería, María Clara empezó a pasar más tiempo en Torres de Majayura, donde le era más fácil conseguir los medicamentos que necesitaba Yamilet.

Aunque Kurari no está lejos de Torres de Majayura, es como si fueran dos mundos distintos. Cuando el camino de arena se volvió demasiado irregular para cruzarlo con nuestro vehículo, María Clara me guío a través de senderos sinuosos rodeados de altísimos cactus. Llegamos a un campo amarillento cubierto de plantas de maíz y mandioca que sobrevivían milagrosamente en el suelo reseco. Jendri, al escuchar la voz de María Clara, salió trastabillando de una hamaca colgada a la sombra de una vivienda junto al campo y se echó en brazos de su madre. María Clara lo alzó y sonrió mientras él le apoyaba una mano en su pecho.

María Clara me presentó al resto de su familia. Luego empezaron a contarme sobre lo difícil que les resulta conseguir alimentos y agua en cantidades suficientes en Kurari. Lamentablemente, esta también es la historia de muchos otros wayuu.

Los miembros de la comunidad wayuu a veces se desplazan horas a pie o en bicicleta para obtener agua de pozos o acuíferos naturales llamados jagüeyes. Cuando consiguen agua, a menudo es turbia, salada o está contaminada. Suele haber cabras, perros y otros animales en los jagüeyes. Pero el agua de los jagüeyes es con frecuencia la única opción que tienen los wayuu para beber, cocinar, higienizarse y lavar. En Kurari, María Clara y Daniela tienen un pozo que funciona con energía eólica, pero eso implica que “cuando no hay viento, no hay agua”. En esos casos, tienen que caminar una hora y media hasta el jagüey más cercano.

Hablé con líderes de más de 60 comunidades wayuu de todo el departamento sobre los obstáculos que tienen para conseguir agua: todos afirmaron que en sus comunidades tenían problemas debido a la insuficiencia de agua. Una proporción alarmante (el 96 %) de las personas que viven en zonas rurales de La Guajira no tienen acceso seguro al agua potable, según confirmó el Ministerio de Vivienda a Human Rights Watch. Una larga sequía ha acentuado la escasez de agua, y la provisión de agua potable es un desafío porque las comunidades wayuu suelen llevar una vida rural y se encuentran dispersas. Los pozos existentes a menudo tienen un mantenimiento deficiente y los jagüeyes se secan cuando no llueve.

El acceso a alimentos suficientes y a una nutrición de calidad es igualmente difícil. El organismo ambiental de La Guajira, Corpoguajira indica que un poco más de tres cuartas partes de las familias de La Guajira están en situación de inseguridad alimentaria. Muchos niños y niñas en La Guajira comen una vez al día, y esas comidas —como la chicha, una bebida elaborada con maíz fermentado, y las arepas, un pan a base de harina de maíz— generalmente no cubren las necesidades nutricionales. Otros niños y niñas, que tienen acceso a escuelas cercanas, dependen de los alimentos que entrega el gobierno para tener una comida al día. Algunas madres me dijeron que hay días en los que ellas y sus hijos solo consumen agua.

La falta crónica de alimentos nutritivos y agua segura han contribuido a la alta tasa de desnutrición en La Guajira. El agua contaminada y en cantidades insuficientes agrava los problemas de higiene y las enfermedades diarreicas, que, combinados con una dieta que carece de nutrientes claves, crean un alto riesgo de mortalidad infantil. Esta situación se ha exacerbado por la desatención por parte de las autoridades públicas, responsables de una gestión deficiente y una prestación inadecuada de servicios públicos.

La lucha diaria por conseguir comida y agua en cantidades suficientes afecta todos los aspectos de la vida del pueblo wayuu. Daniela me contó que un día se sorprendió al encontrar a sus hijos en casa plantando yuca y les preguntó por qué no estaban en la escuela. “Me dijeron, ‘mamá, yo dejé mis estudios. Tengo que trabajar. Tengo que vender empanadas y sembrar la yuca para la familia’”. Daniela sacudió la cabeza. “Esto fue lo que me dolió más que todo. Cuando yo era niña, siempre pensaba que, cuando tenga mi familia y mi casa propia, voy a ver que mis hijos estudien, que reciban su bachiller, que hagan lo que yo no pude”. Me cuenta orgullosa que su hijo mayor tiene previsto terminar octavo grado, y espera que los otros puedan hacer lo mismo.

El impacto del cambio climático

La Guajira es una de las regiones más calurosas y secas de Colombia, y está entre aquellas del país que, en los últimos 30 años, han registrado mayor aumento en las temperaturas y disminución de las precipitaciones. Según la agencia ambiental de Colombia, se prevé que las temperaturas en la región sigan aumentando 1 °C (1,8 °F) en las dos próximas décadas, y hasta 2,3 °C (4,14 °F) para 2100. Los científicos ambientales anticipan que, habrá una disminución de al menos 20 % en precipitaciones en la zona durante el próximo siglo.

Sin la lluvia y los inviernos más fríos en los que los wayuu alguna vez confiaron, las fuentes de alimentos nutritivos y agua dulce serán aún más difíciles de encontrar, a medida que los jagüeyes y los pozos que dependen del agua subterránea se sequen, el ganado muera y el agua para regar los cultivos se haya convertido en algo del pasado.

Los wayuu ya están sufriendo las consecuencias de períodos prolongados de calor y sequía relacionados con el fenómeno de El Niño, un calentamiento cíclico del agua del océano que cambia los patrones climáticos, y que en 2015 provocó que La Guajira registrara el nivel más bajo de precipitaciones mensuales jamás documentado en la región. Casi todos los wayuu de mayor edad con los que hablé afirmaron que, según su experiencia, las cosechas han mermado en la última década y cada vez es más difícil mantener al ganado. El pueblo wayuu solía depender de cosechas estacionales y la carne y leche que les proporcionaban las cabras; ahora consumen productos de bajo costo y menor valor nutritivo, como la chicha. Si se cumplen las predicciones del propio gobierno sobre aumento de las temperaturas y la reducción de las precipitaciones, las consecuencias podrían ser devastadoras.

Acceso a servicios de salud

Dado que muchas rancherías en La Guajira están en lugares alejados, los wayuu tienen que viajar largos trayectos —a veces de hasta siete horas en motocicleta— para llegar hasta hospitales y clínicas. Los costos del transporte, así como de alojamiento y alimentación en una ciudad que no conocen, pueden resultar fuera de su alcance. Una preocupación adicional es brindar cuidados y comida a los niños que se quedan en la comunidad, lo que obliga a muchos padres wayuu a permanecer en casa en vez de hacer un arduo viaje para conseguir que atiendan a un niño enfermo.

Incluso si un niño llega a un centro de salud, es probable que en este no haya suficiente personal ni insumos adecuados. La disponibilidad de atención de nivel secundario y terciario, que requiere contar con equipos como sondas de alimentación, tener acceso a conocimientos expertos o realizar hospitalizaciones prolongadas, es escasa o nula en La Guajira. Y si bien el gobierno ha ampliado los controles nutricionales en el departamento, instalando unidades móviles y creando dos centros de recuperación para niños con desnutrición, muchas comunidades siguen denunciando que sus niños no han recibido atención médica y que los obstáculos para obtenerla les resultan muy difíciles de superar.

La corrupción en La Guajira también ha limitado el acceso a la atención de la salud. En dos de las muchas investigaciones que se han realizado sobre corrupción en La Guajira, los fiscales encontraron en 2015 y 2016 que funcionarios y contratistas privados habían malversado más de US $ 900.000 asignados a planes para proporcionar alimentos y atención médica a niños y mujeres embarazadas o lactantes.

El sistema de salud no realiza esfuerzos suficientes para adaptarse a las costumbres y necesidades de los wayuu. Muchos wayuu hablan únicamente wayuunaiki y no dominan el español, ni están acostumbrados a quedarse en hospitales. Incluso algo que parecería tan inocuo como la cama de un hospital puede resultarle extraño a personas que están acostumbradas a dormir en hamacas. Algunas personas wayuu desconfían de la medicina occidental y dicen sentirse discriminadas en el sistema de salud. A causa de esto, a veces eligen mantener a sus hijos en casa incluso si están muy enfermos, para no tener que entregarlos a personas desconocidas en un entorno intimidante y hostil. “Imagínate”, me dijo Katarina, una trabajadora de salud perteneciente a la comunidad wayuu, “día tras día, tu hijo se enferma cada vez más y no entiendes lo que están diciendo los médicos, no comprendes lo que está sucediendo… tú también quisieras llevarte [a tu hijo] a casa.”

El impacto de la crisis venezolana

Todos en La Guajira tienen alguna versión del dicho: “Para el wayuu, no existen fronteras.”

Los wayuu siempre han sido nómadas, y se han desplazado libremente entre Colombia y Venezuela en busca de comida, tierras fértiles, servicios de salud, educación u oportunidades de empleo. Al igual que María Clara, muchos wayuu tienen familiares en ambos lados de la frontera.

Pero la crisis que actualmente atraviesa Venezuela —la cual ha obligado a más de cinco millones de personas a irse del país— ha reducido el comercio y los recursos transfronterizos de los que dependían muchos wayuu. Venezuela está sufriendo su propia situación de hambre: una de cada tres personas en Venezuela está en situación de inseguridad alimentaria, y muchas huyen de la emergencia humanitaria que ha hecho colapsar al sistema de salud.

Colombia alberga cerca de una tercera parte de los millones de venezolanos que han huido de su país, y muchos de ellos han viajado a través de La Guajira o se están quedando allí. Solo en el municipio de Maicao, al que ingresó María Clara, se registraron casi 200.000 cruces fronterizos de venezolanos en 2018. Es probable que muchos más venezolanos hayan cruzado sin que quedaran registros, a través de alguno de los 180 pasos informales que hay en La Guajira. Otros miles, como María, son “retornados”, es decir, personas de nacionalidad colombiana que vivieron en Venezuela durante años pero regresaron a Colombia recientemente.

A veces los venezolanos llegan a la frontera desnutridos y con un peso muy inferior al saludable. Los que se acercan a los hospitales en La Guajira suelen presentar casos más severos de desnutrición que quienes ya viven en Colombia, según datos de hospitales en La Guajira y del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Aunque algunos venezolanos viven en un albergue de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en La Guajira, muchos otros no tienen acceso a servicios electricidad o agua corriente o viven en las calles. Muchos sufren explotación laboral o sexual.

Al igual que muchas personas wayuu que viven en zonas alejadas, la mayoría de los venezolanos que llegan a La Guajira no tienen un documento de identidad oficial colombiano, según datos de ACNUR. A causa de esto, puede resultarles más difícil obtener servicios básicos, incluyendo atención médica.

La afluencia masiva de ciudadanos venezolanos ha supuesto una presión extrema sobre el acceso ya escaso a los alimentos, el agua y los servicios médicos en La Guajira. A su vez, la posibilidad de que el Covid-19 se propague con rapidez dentro del diezmado sistema de salud venezolano probablemente hará que más personas se vean forzadas a ir a Colombia.

Covid-19 en La Guajira

Al 27 de julio, había 248.976 casos confirmados de Covid-19 en Colombia, incluidos al menos 1.808 casos y 103 muertes en La Guajira. Al menos 49 miembros del pueblo wayuu se han contagiado. También se han reportado casos en el estado venezolano vecino de Zulia, incluido el de una pareja wayuu, y de personas que llegaron a La Guajira desde Venezuela. Es probable que haya más casos que no han sido detectados. Dado que muchas personas entran y salen de La Guajira a través de pasos extraoficiales —y considerando la falta de agua limpia en las comunidades Wayuu— La Guajira podría convertirse en un foco de propagación del Covid-19 en ambos países.

El gobierno de La Guajira se ha comprometido a entregar 100 tanques con agua apta para el consumo y el lavado de manos y 30.000 kits de higiene en el departamento para combatir la propagación del Covid-19. Ha identificado hoteles para convertirlos en hospitales temporales y ha pedido apoyo al gobierno nacional para obtener más alimentos e insumos, así como a diversos actores privados para conseguir agua adicional. Hasta el 31 de mayo, el Ministerio de Salud había realizado 1.426 pruebas de detección del virus en La Guajira.

Pese a estas medidas, la precaria infraestructura sanitaria de La Guajira, el suministro deficiente de agua limpia y los altos niveles de desnutrición hacen que la región no esté debidamente preparada para afrontar la pandemia. Incluso si las autoridades envían agua e insumos, será difícil hacerlos llegar a las numerosas comunidades rurales wayuu. De hecho, varios actores humanitarios dijeron a Human Rights Watch que, si bien la entrega de cajas de alimentos ha ayudado a algunos wayuu, muchos siguen sin recibir alimentos ni agua.

A pesar de las medidas adoptadas con prontitud por funcionarios de salud, existen limitaciones debido los problemas subyacentes de inseguridad alimentaria e hídrica y de pobreza en La Guajira. También es difícil realizar pruebas de detección del virus en comunidades indígenas remotas, y en La Guajira no hay un laboratorio para realizar pruebas. La transmisión del virus podría ser rápida en las rancherías, donde se desarrolla un estilo de vida comunitario, y el nivel de mortalidad podría ser significativo si los wayuu no pueden recibir atención hospitalaria. Si bien las autoridades de salud pública afirman que lavarse las manos con jabón reduce sustancialmente la posibilidad de contagio, es muy difícil seguir ese consejo en una población rural donde apenas el 4 % de las personas tienen acceso al agua potable.

En una región donde el acceso a alimentos nutritivos ya es muy limitado, el aislamiento preventivo obligatorio establecido en Colombia al menos hasta el 30 de agosto, agravará una situación ya funesta. Incluso si el Covid-19 no llegara a tener consecuencias devastadoras para las comunidades wayuu, las medidas impuestas para prevenirlo podrían reducir el acceso a alimentos, dado que miles de niños y niñas dependen de las comidas que se brindan en las escuelas. Si bien el gobierno, actores del sector privado y organizaciones humanitarias están entregando miles de cajas de alimentos, el difícil acceso a numerosas comunidades wayuu implica que algunas de las personas más vulnerables no tienen acceso a estos alimentos.

En la medida en que la pandemia hace desaparecer el turismo y el comercio con Venezuela, muchas familias wayuu están perdiendo su única fuente de ingresos. Nueve de cada 10 personas en La Guajira trabajan en el sector informal, y el trabajo o estudio en forma remota no son una opción realista en una región donde apenas cerca del 10 percent tiene acceso a Internet.

Acceso a la educación

Antes de regresar a Torres de Majayura, María Clara y yo visitamos una escuela primaria en la localidad de Paraguachón, La Guajira, en la frontera con Venezuela. Nos reunimos con un grupo de maestros y visitamos el predio de la escuela, que contaba en ambos extremos con dos inmensos tanques de agua donados por una organización no gubernamental.

Esta escuela es una excepción, ya que por lo general las escuelas en La Guajira no tienen suministro de agua potable ni energía eléctrica, y tampoco cuentan con aulas. A lo largo de La Guajira, los niños y las niñas wayuus suelen caminar una hora o más para llegar a la escuela, generalmente con el estómago vacío. Georgina, la directora de escuelas de la zona que incluye a Paraguachón, nos contó sobre alumnos que se desmayan durante la clase por el hambre.

En algunos casos, los alumnos no se sienten lo suficientemente bien como para ir hasta la escuela. Algunos niños y niñas no asisten a clases porque tienen que cuidar a sus hermanos más pequeños mientras sus padres trabajan, otros dejan la escuela para empezar a trabajar. Muchos simplemente no pueden costear los útiles escolares, los gastos de transporte o las prendas de vestir adecuadas.

En gran parte de La Guajira, los niños y las niñas solo pueden ir a la escuela si allí se les da de comer. Si bien el gobierno ha aumentado los esfuerzos en esta área, los programas de comidas escolares –que son implementados con financiamiento del Programa Mundial de Alimentos y Unicef— no alcanzan para cubrir la demanda, en parte como resultado de la llegada de niños y niñas venezolanos. Georgina nos contó, por ejemplo, sobre escuelas en su zona donde la cantidad de niños y niñas que asisten ha llegado a 200, incluyendo a los que provienen de Venezuela, pero el programa de comidas escolares solamente entrega 35 comidas.

“Los maestros aquí son verdaderos héroes”, me dijo Georgina. “Nosotros vamos [a las casas de los estudiantes] y hablamos con las familias, preguntamos por qué no fueron a clase, preguntamos cómo podemos ayudar”, dijo. “Hacemos todo lo que podemos para alentar [a los alumnos] a venir.”

Mientras María Clara y yo nos íbamos de la escuela, ella se detuvo para observar un mural sobre la pared de un aula, pensativa. La imagen representaba a cinco niños con distinto color de piel y vestimenta. “Mira”, dijo señalando a la pintura de una niña con cabello rubio, “se te parece”. Luego señaló a la siguiente figura, una niña con piel más oscura que tomaba de la mano a la de piel más clara. “Y esta se parece a mí”. Por unos instantes, ambas sonreímos contemplando la pintura. “Quiero que mis hijos puedan ir a una escuela como esta”, murmuró María Clara. “Aquí, les importan mucho.”

Un pueblo resiliente

Sería fácil creer que, en su lucha por la supervivencia, los wayuu han perdido la esperanza. Pese a las dificultades que enfrentan, todas las personas que conocí en La Guajira demostraron justamente lo contrario: una firme determinación a no detenerse ante nada para brindar mejores oportunidades a sus hijos, un sentido de unión y valentía, y una profunda resiliencia, como una planta que brota en tierra yerma.

Con esta lucha, afirma María, ella honra la memoria de Yamilet. Nos despedimos esa noche con un abrazo, a un lado de la carretera. No he dejado de pensar en las palabras que me dijo María Clara al despedirnos: “No es nada fácil, pero tengo que luchar. Tengo que ver que mis hijos salgan adelante.”

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